
Cómo se cruza uno con sus propias ideas delante de fotografías de bibliotecas al revés.
«Lo que está de moda» es una de las ideas abstractas más molestas que conozco. No me refiero a lo textil en concreto o ni siquiera a las modas que surgen de una evolución más o menos razonable del arte o la técnica. Me refiero a esa «moda de estar» y no «moda de ser» que parece salir de ninguna parte para no llegar a un fin más allá de invitar a consumir en exceso, pero de una forma diferente. Una moda que sin saberlo te atrapa y que cuanto más la niegas más te come como unas arenas movedizas. La relación entre lo que «es moda» y «está de moda» vendría a ser equivalente entre «flamenco» y el «flamenquito», si es que esto último (en ultima instancia, fin del mundo, pleno apocalipsis, metapandemia, entiéndase) pudiera considerarse música.
Es curioso que «Lo que está de moda» y el proceso del duelo tengan etapas parecidas:
- Negación: No hacerle mucho caso a esta moda, porque total es algo pasajero.
- Ira: Esta moda es una estupidez.
- Negociación: Si le hacemos alguna modificación puede estar bien.
- Depresión: Soy extraño porque soy el único que no sigue esta moda.
- Aceptación: Me rindo, me lo compro y voy a la moda
A los que somos más tozudos las modas de estar a veces se nos atragantan en la segunda fase o tercera. Otras veces sin embargo nos metemos hasta el cuello en ellas sin darnos cuenta y cuando las modas se pasan ahí seguimos. Como decía el refrán «cuando un tonto coge un camino…«. Y así nos va.
En realidad las modas de estar, son oleadas de dudosa uniformidad que invaden nuestros vestuarios, nuestros hogares y nuestros espíritus y tienen el fin de reconocernos como individuos del mismo grupo.
Así nos acercamos mediante un camino entre las zarzas a una idea aún más abstracta que la propia moda: la felicidad.
Lo malo de las modas de estar es el día después de la oleada: la resaca. El día en el que ves una foto o algo de lo que hiciste o pensaste. Un sentimiento de tremenda vergüenza ajena se carga lo nostálgico que pudiera haber en el asunto para quedar en un cajón predispuesto a unas buenas risas intergeneracionales (algo que tampoco está mal).
Las grandes víctimas de estas «modas de estar» se cuentan por decenas pero entre las más damnificadas se encuentra la arquitectura y dentro de esta, el interiorismo. De esta disciplina habría material para hacer un gigantesco compendio de tendencias absurdas. Pero hace unos días descubrí uno de los últimos «greatest hits» de la decoración en casa. Navegando entre blogs, buscando carne para Blablacar a Ronchamp, andaba perdido entre hordas de contenido y aportaciones brillantes, como una de apilar los libros en el suelo (buena suerte con la fregona, las mascotas y los niños pequeños). De pronto embarré en un artículo sobre una nueva moda de estar. Una tendencia que sin duda habría de marcar nuestros hogares, como poco, para siempre. Porque, que tendrán las modas que aún sabiéndose perecederas usan siempre intervalos temporales superlativos y adjetivaciones revolucionarias.
Bien, esta moda consistía nada menos en ordenar las estanterías con libros puestos al revés.
En él se ofrecía como ejemplo colocar las bibliotecas al revés para conseguir algo que «estéticamente gana muchos puntos gracias a su gran capacidad cromática» y aporta «minimalismo y calidez«. Pensando que era un hecho aislado, decidí comenzar a buscar más casos y me encontré con varios artículos en blogs (uno de ellos de Architectural Digest) y un hashtag de instagram: #backwardbooks
¿Que clase de mentalidad perversa organizaría una mascarada en su casa para no reconocer donde se encuentran los libros? ¿Qué clase de crápula espacial colocaría sus libros para no poder encontrar jamás uno en concreto?
Se me ocurrió trasladar esta idea a otras cosas de la casa, ver que podríamos esconder con el mismo criterio cacerolas y sartenes, por ejemplo. Podríamos colocar de la misma manera todos nuestros productos en cajas asépticas sin etiquetar emulando un Perec pasado de rosca. Mezclemos cereales y calgonit, magdalenas y calzoncillos a ver que pasa. Sería divertido la primera hora, habría quien diría que es una forma de gamificar el espacio doméstico e incluso habría quien tirando de ciertos hilos se llevaría algún modesto premio con algo así. Pero el resto de la vida útil del hogar acabaríamos queriendo prenderle fuego a la casa y todo por las bibliotecas al revés.

Otro hipotético caso sería el de tener una biblioteca llena de libros sin leer y colocarlos al revés para que el azar eligiera la siguiente aventura. Bien, esto implicaría tener una biblioteca llena de libros sin leer, lo que tiene dudoso sentido. Por mi parte, si entrase en una casa y viera una biblioteca así no podría evitar pensar en que la pertenencia del propietario a algún grupo de autoayuda de sadomasoquistas anónimos con mucho tiempo libre, por lo menos.
Sin embargo, aunque no parece una moda muy extendida, hay una certeza oculta en las bibliotecas al revés.
Y es que todo esto puede estar motivado con que ya no sabemos que hacer con tanto libro de papel. La tecnología ya permite tener una cantidad de libros alejandrina en un dispositivo, sin peso casi y sin espacio. El libro de papel se ha convertido en el tapete de crochet de los hogares milenial. Asi que todos esos volúmenes dados la vuelta serían la solución que hacer con las titánicas enciclopedias y kilos de libros heredados.
Hasta ahora el libro ha sido un equivalente de cultura y tenerlo en la estantería transformaba esta cultura en algo físico, en algo vanidosamente medible. Lo importante hasta ahora no era tener esa cultura, o ese conocimiento, o usarlo que sería lo ideal, era parecerla. Parecer la cultura con una cantidad exacta y medible en volúmenes.
Pero con esta moda de estar el libro de papel ya no es ni siquiera un objeto decorativo, con poder en si mismo, aunque fuera residual. El libro pasa a ser un objeto que tiene que vibrar acorde a la atmósfera del lugar, de objeto a característica espacial. Ya ni siquiera hay que esforzarse por aparentar que esos libros alguna vez han sido leídos o que esa cultura alguna vez se ha poseído.
Y esto, como se suele decir: «no me enfada, pero me da coraje«.
No por la idea nostálgica de libros de papel en peligro de extinción, sino por el desprecio a la tarea titánica de escribir un libro. Es de las pocas cosas que considero inconmensurables.
Creo que escribir un libro es como una catedral hecha por una sola persona. Esa persona cuenta algo que pasaba por su cabeza, pero no un pensamiento aislado como puede ser, sin ir más lejos, este texto. Un libro es un hilo larguísimo de pensamiento que surge en profunda soledad, en un viaje micronaútico de observación e imaginación callada. En él, de repente el autor hace llegar sus ideas a mi cabeza a través de destilados precisos o de textos larguísimos, cada cual en su horma. ¡Boom, magia! En ese cúmulo de esfuerzos titánicos que supone una estantería, lo último que se me ocurriría, es pedir que todos esos textos, que además de insultántemente anónimos fueran uniformes. Sería un horror pedirle a Saramago que escribiera como Phillip K. Dick, o a Neufert como Federico García Lorca.
Muchos de estos libros además tienen historias entre líneas, historias de objeto. Son como un testigos de vida, de estaciones de autobús, de herencias, de regalos, algunos incluso envenenados que no conviene olvidar. A mi por lo menos, me pican los que tengo en la estantería que no he leído. Son como el cadáver en la película La Soga, de Hitchcock: habitantes incómodos que pueden ser descubiertos en cualquier momento dentro del espacio donde se desarrollan otras actividades, como recordándome que tengo una tarea pendiente. Aunque soy un pésimo lector, creo en las estanterías útiles, a las que cada ciertos meses hay que volver para confirmar datos o recordar cosas.
Una moda, por muy moda de estar que sea tiene algo siempre positivo, el afán de cambio y experimentación.
Y aquí habría que romper una lanza a favor de las bibliotecas al revés, aunque a veces haya que remar en contra del sentido común. Que la moda sea absolutamente chanante no quita que sirva para poner en crisis ciertos hábitos, sembrando la duda con esta experimentación empírica. Así que poned los libros como os de la gana, pero usadlos y si no los vais a usar, vendedlos o regaladlos, que otros los querrán. Consideremos las modas como un juego, no como una fuente de verdad o una costumbre imperecedera. Eso evitará hacer de éstas un peligro impidiendo que perdamos la perspectiva al encontrar modas que banalizan ideas de gran importancia como la cultura, la ecología, el feminismo o la más peligrosa de todas: la política. Al menos así podremos echarnos unas risas cuando veamos a alguien emplear horas en tener unas bibliotecas al revés.
PD: Esta moda no es nueva, aquí dejo un artículo en inglés sobre las formas históricas de colocar una biblioteca. Tiziano por ejemplo, decoró el frente de los libros de Cesare Vecellio en 1553.
