
Sobre los encierros domésticos en el interior de arquitectura de cuarentena
Durante estos días, por el bien común y propio estoy encerrado en un piso, como la mayoría de la sociedad. Un piso con carencias, como todos, pero no demasiado pequeño, que no tiene balcón, aunque tiene mucha luz y que posee más comodidades de las que necesito para ir tirando.
Esta arquitectura de cuarentena como la mayor parte de los pisos, está totalmente descontextualizado. Unas ventanas de aluminio dan a una calle que podría ser cualquier calle: portales, un carril con aparcamiento, acera de baldosas de hormigón prefabricado y enfrente un edificio de oficinas de ladrillo. Podría ser las afueras de cualquier ciudad. Y sin embargo antes no lo percibía así.
Era un piso localizado en una ciudad, que al pisar la calle entraba por mis fosas nasales y se hacía parte de mi habitat. Pero la escala ha cambiado y la ciudad se ha convertido en mi espacio doméstico. En una ciudad, las plazas, calles y avenidas son los grandes espacios que organizan la urbe, sin embargo al desaparecer, la urbe se ha transformado en las configuración de las habitaciones de este piso.
Esta nueva percepción de la arquitectura de cuarentena como un interior kafkiano está consistiendo en volver a ver la casa como los niños pequeños, como lugares donde la escala del espacio es enorme y los muebles auténticos monstruos entre los que moverse.
O haces que todo sea más rico o tu hogar te acaba devorando.
Cualquier cosa sobre que se diga sobre las formas de habitar es absolutamente subjetiva y probablemente obvia. Sin embargo, darle vueltas a lo doméstico de forma obsesiva como Munari en la silla, hace que en mi casa habite ahora la ciudad. Las plazas y los bares son ahora diferentes posiciones de un mismo espacio. Entiendo que si me siento en la silla alta de la mesa redonda voy a alimentarme, o a tomarme una cerveza. Mi oficina es la mesa de allí y el cine aquel sofá. Tras todas estas semanas de aislamiento (a veces me gusta llamarlo arresto domiciliario, le da un aroma ligeramente épico y políticamente rancio) la mente acomoda los límites del uso conocido en esta especie de subcaja.
Uno de los espacios más importantes vuelve una y otra vez a ser la cocina. Es el lugar donde se hablan las cosas más serias, donde se dan las auténticas noticias, ahí, al amparo de la comida como si se dijera «bueno, al menos no nos vamos a morir de hambre».
Pero a esta cocina se le ha añadido la entrada, una forma de descompresión, donde quitarse el traje de buzo, desnudarse y aplicarse ungüentos milagrosos para evitar que entre la enfermedad. Un espacio lleno de muchos objetos de colores brillantes que supuestamente nos van a salvar la vida.
Los objetos no son los mismo dentro de este microcosmos bajo arresto
Nunca me había fijado tanto en ciertas cosas que hay por la casa, probablemente porque nunca había pensado que podría encontrarme en una situación así. Antes, la cantidad de luz y la posición de las lámparas era algo importante, pero en definitiva un aspecto del total. Ahora me he descubierto unas cuantas veces mirando embobado los reflejos de la pared o los vidrios. Cojines y mantas indican la comodidad y las pocas plantas del piso, aparte de ser una ligera compañía son los parques de mi casa. Voy al parque si riego el ficus y a la selva si es el tronco de Brasil.
Cuando me acuerdo de otros interiores que he habitado como aquellos en mi colegio mayor, o mi habitación cuando estaba en el extranjero, pienso que si hubiera tenido que convertirlos en arquitectura de cuarentena realmente hubiera sido un suplicio. También me planteo como hubiera sido mi ciudad doméstica allí, donde hubieran estado el restaurante, la plaza o la oficina.
Y las ventanas que dan a la calle se han convertido en todo el contacto posible con el exterior, una calle como otra cualquiera, pero donde cada persona que pasa se convierte en una pincelada única a la que asistes. Son un lienzo-plaza. Sobre todo cuando intentas huir de otras plazas saturadas, como las tecnológicas.
Pero el verdadero espacio que está cambiando este encierro es el tecnológico.
Me cuesta mucho no acordarme de mis mayores, de los que ya no están y ver que hubieran pensado ellos de este encierro. O como hubiera sido vivir esto hace 20 años, o 40. ¿Cómo hubiera gestionado esto la España de posguerra?¿Cómo lo hubieran vivido mis padres?
La tecnología nos está librando de una auténtica distopía carcelaria donde el mundo sería algo totalmente mudo y nadie sabría nada de nadie. Sin embargo esa misma distopía se está mostrando como una especie de hidra de muchas cabezas, cada cual mirando a un lado y mordiendo en direcciones diferentes. La arquitectura de cuarentena tiene una ventana muy peligrosa a través del ordenador o el teléfono. Personalmente he optado por prescindir de ciertas redes sociales para este periodo y preguntar a la gente importante como le va, si están bien o si necesitan algo. Fin.
Salvo comunicados excepcionales el resto me sobra. No necesito noticias, no necesito opiniones y lo que menos necesito es polética (que no política). No necesito saber cuantos se han muerto, porque se que serán muchos con muchos amigos y familia que los echarán de menos, solo quiero saber que no son míos, ni de los míos. Y cuando pienso en ellos pienso en sus lugares domésticos, si ellos los entienden como yo, o los viven más como una cárcel
Me preocupa que al acabar la cuarentena se me haya olvidado como habitar una ciudad.
Cuando he tenido que ir a comprar he vuelto a ver las calles que ya conocía pero como un entorno hostil. La sensación de que los exteriores no son seguros y de que la gente es peligrosa por el simple hecho de respirar, ha convertido cada salida en una hazaña y no en un disfrute. No puedo evitar pensar que puedo sentir ese mismo miedo al ir a la plaza principal de mi ciudad. ¿Y si no vuelvo a hacer de esta ciudad mi entorno doméstico? ¿Y si esto sucede a gran escala? ¿Será la arquitectura de cuarentena de la nueva arquitectura?
Por mi parte intentaré volver a mis rutas y mi arquitectura. Es obvio mencionar este hecho va a cambiar las formas de habitar y relacionarnos entre nosotros, la sociedad o nuestro trabajo puede ser una cosa diferente a partir de ahora. Pero todos esas posibilidades son rayas en el agua dentro de un futuro desconocido. Ahora que podemos salir a la calle hemos abierto la caja de Pandora para comenzar a revivir la ciudad. Y espero que para cuando alcancemos un equilibrio, aún nos queden pelos en la cabeza y ganas de convivir con nuestros vecinos.
Por mi parte no pienso volver a escuchar al Dúo Dinámico nunca jamás.